Autonomía: la coleta del Barón de Münchhausen
Ponencia presentada en Lebrija, 22 de Noviembre, 2013, “Jornadas Internacionales de Autogestión” por Nicolás González Varela
Un proemio a la cuestión:
Entendemos la “Autogestión” como un movimiento real de acciones e ideas que, desde el mismo nacimiento del Capitalismo, estimula e incita a los trabajadores en sentido amplio a arrebatar al Capital el poder sobre los centros de trabajo y lugares de manufactura para substituirlos, superándolos en nuevas formas de dirección y representación, por la organización de los productores. Marx denominaba a esta nueva organización social como una comunidad de “productores asociados”. Los orígenes históricos de esta idea de organización desde abajo de una región o una nación en base a una institución de clase centrada en la hegemonía de los trabajadores (llámese foro, burgo, cantón, comité, consejo, asamblea, etc.) no ha sido todavía escrita, y no es casualidad. Aunque empecemos aquí con la tradición que nace en Engels y Marx, la idea de la autodeterminación y autogestión de los productores que generan la riqueza social como veremos es antigua, ancestra, nace con la misma división social del trabajo en los albores de la Humanidad.
Autonomía, autogobierno, autogestión, control obrero, democracia directa, sí, pero: ¿de qué hablamos?, ¿un shibbolet?, ¿santo y seña?, ¿una política reformista?, ¿una historiografía?, ¿un subproducto de la composición de clase?, ¿una cualidad de la explotación capitalista?, ¿una tendencia antagonista ontológica de las masas?,… Si sobre la superficie múltiple de todos estos nombres propios, profundizamos y trabajamos sus conexiones internas y su necesidad, surge como un hilo rojo de Ariadna el substrato último: la idea de la Autonomía. Pero la Autonomía en sí misma lleva sin resolver una contradicción.
Quiero plantear aquí, con modestia, que el problema que nos presenta la autonomía en cualquier movimiento social es una paradoja que podía representarse con la famosa escena de Karl Friedrich Hieronymus, Barón de Münchhausen, (1720-1797), un héroe de lo imposible, cuando atrapado en una ciénaga con su fiel caballo simplemente supera la crisis tomando la coleta de pelo de su cabeza con sus propias manos y tirando hacia arriba sale del apuro. Textualmente:
“Un día, galopando por los bosques de Münchhausen, traté de saltar con mi caballo sobre una ciénaga que encontré en mi camino. En medio del salto descubrí que era más ancha de lo que pensaba, por lo que, suspendido en el aire, decidí volver atrás para tomar mayor impulso. Así hice, pero también en el segundo intento el salto fue demasiado corto y caí con el caballo no lejos de la otra orilla, hundiéndome hasta el cuello en la ciénaga. Hubiéramos muerto irremisiblemente de no haber sido porque, recurriendo a toda la fuerza de mi brazo, así con él mi coleta y tiré con toda mi energía hacia arriba, pudiendo de esta forma salir de la ciénaga con mi caballo al que también conseguí sacar apretándolo fuertemente entre mis rodillas hasta alcanzar la otra orilla.”
La idea de la autoemancipación, de la Autonomía, la misma idea de multitud como poder constituyente, que se “pone” a sí mismo como sujeto-objeto de la emancipación, lleva en su seno una paradoja “Münchhausen” insoluble en la teoría, sólo posible de resolver en la práctica. Estamos fatalmente destinados a intentar salir de la ciénaga del Capital de alguna forma, de buscar y diseñar colectivamente nuestra “coleta”, nuestro punto de Arquímedes para cambiar nuestra realidad, para conquistas más y más espacios de libertad política y de igualdad social. No se trata de juegos de lenguaje, sino de la posibilidad práctico-histórica de la transición a una sociedad más igualitaria, de una auténtica comunidad de productores libremente asociados, de aquello denominado Comunismo.
Parafraseando al filósofo antiguo Protágoras, diremos que la Autonomía es la medida de todas las cosas y parafraseando al filósofo Lukács diremos que todos los problemas de la Izquierda pueden reducirse en última instancia a la cuestión de la Autonomía.
La palabra Autonomía no surge por casualidad, ni es producto de mentes afiebradas en un lujoso “Café Marx”. No se trata tampoco de problemas lexicográficos que ameriten la edición de un “diccionario del comunismo”, ni de una “enciclopedia marxista”. Se trata de la emergencia, del surgimiento de un campo de vocabulario social que al mismo tiempo pone en escena la acción de individuos cooperativamente, que aunque incluso minoritarios en sus inicios, están decididos a transformar radicalmente la sociedad, resueltamente hostiles a ciertas formas perversas de individualismo, enemigos de la propiedad privada, irreductiblemente anticapitalistas, cooperativos y horizontales, pero, al mismo tiempo autocríticos con la propia tradición. ¿No es el lenguaje, en última instancia, el cimiento de la praxis? ¿No soy lo que digo, de alguna manera?
La idea autonomista ha sufrido un renacimiento, quizá una inflación en el nuevo movimiento anticapitalista. Como concepto es tan antiguo como la lengua griega, como práctica determinada, acción colectiva específica, como tradición proletaria, es reciente, surge con la instauración del capitalismo. La etimología es siempre sabia: conduce a la idea del «darse-por-sí-mismo-la-propia-ley”» (autos: referido a sí mismo; nomos: ley). La Autonomía es esencialmente un saber práctico de elegir el propio bien, y simbólicamente en griego tenía la idea pedestre de “orientarse-en-el-camino-justo-con-los-recursos-propios”. Autonomía se emparentó directamente con el Materialismo (Berkeley), el Escepticismo y el Ateísmo (como no dejaron de señalar con mucha perspicacia los diccionarios teológicos oficiales de la Iglesia). “Si Dios no existe, todo es posible” decía Dostoievski en la boca de uno de los hermanos Karamazov, Iván. Es que la Autonomía como posibilidad práctica sólo es posible sobre el silencio de Dios y sobre la crítica al cielo de la Política y el Estado. La Autonomía en acto es la crítica a toda trascendencia. No es casualidad que grandes filósofos reaccionarios, contrailustrados, como por ejemplo Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger, hicieran de la idea de Autonomía su mortal Némesis. En un ida y vuelta con la praxis, de una palabra técnica del vocabulario de la “Äufklärung” lentamente se deslizó a la semántica de los movimientos sociales que luchaban a la vez contra el Absolutismo y conra el naciente despotismo del Capital. La expansión y popularidad va de la mano con el surgimiento y eclosión de una nueva figura de época: la multitud posfordista, el precariado, el nuevo tipo de trabajador para el Capitalismo del siglo XXI. Su raíz no es, paradójicamente, de auténtica cepa marxista, pero semánticamente es más precisa. Marx nunca habló de “Autogestión”, para referirse al rasgo emancipatorio y revolucionario de la clase, sino de “Selbsttätigkeit”, algo así como “Autoactividad”, como una especie de Autonomía práctica, que consistía en la enorme paradoja que conlleva para la clase bajo relaciones de servidumbre: “abolirse a sí misma” (“sich Aufheben”). Un estado que sólo sería posible racionalmente como efecto no deseado de acciones racionales, al estilo de “sé espontáneo” o “saltar hacia abajo”.
Se podría definir a la Autonomía como una de las condiciones de la emancipación de las clases populares, y que es al mismo tiempo institución de autodefensa, lucha económica, prefiguración de la futura sociedad y doble poder. A lo largo de la Historia de la Plebe ha sido el lugar de la producción la célula básica del Poder Obrero como decía el filósofo del cooperativismo obrero Proudhon. Emancipado el Trabajo, todo hombre se convierte en trabajador, y el Trabajo productivo deja de ser atributo de clase. No es otra cosa que la expropiación de los expropiadores. Y como veremos tiene en sí misma dos consideraciones fundamentales:
1) Un sesgo universal, en el sentido que existe la tendencia de los trabajadores a lo largo de la historia de asumirse a sí mismos como sujetos políticos, tomar las riendas de la administración de las cosas, reorganizar la sociedad sobre la bases tanto de los principios que correspondan a las necesidades a corto plazo y como a los intereses a largo plazo que se correspondan con sus principios de autodeterminación.
2) Una evolución de la Autonomía de acuerdo a una lógica interna, transformada por las derrotas, los retrocesos, las propias contradicciones internas de la teoría y determinada por la evolución del Capitalismo, así como de una creciente autocrítica de las experiencias prácticas pasadas;
Bajo el dominio del Capital, toda lucha de conjunto de los trabajadores, que desborde objetivos inmediatos y estrictamente corporativistas-económicos, plantea el problema de las formas de organización de la lucha que tienen, en embrión, una negación al poder de las clases dominantes. En este sentido podemos decir que cada huelga, cada ocupación, cada expropiación, cada paso en el control y gestión por parte de los trabajadores encierra el Hidra de la revolución. Cuando se produce un “Occupy”, una huelga general, aún cuando sea local o regional, cuando se constituyen comités de huelga democráticamente elegidos y apoyados por democracia asamblearia, no solamente en una empresa aislada, sino en decenas de la ciudad y de la región, cuando estos comités se federan bajo formas de centralismo democrático y generan una coordinación territorial de abajo hacia arriba, entonces es cuando aparece la dimensión emancipatoria latente de la “Autonomía”, su rango de poder doble, su carácter de célula básica de una futura sociedad más equitativa, más igual y más democrática.
La Autonomía generalmente se ha basado en una forma histórica de institucionalización particular, generalmente bajo la envoltura organizativa de un cuerpo representativo (Consejo), que en el estricto concepto histórico-político lo entenderemos como:
1) Un institución soberana de las capas sociales explotadas;
2) Un órgano representativo-ejecutivo antiparlamentario (democracia radical);
3) Surgimiento de forma revolucionaria.
Los Consejos de trabajadores surgidos de una huelga o de un gran combate revolucionario, creados en el marco de la lucha por el control de la producción o de un enfrentamiento de las capas explotadas contra el poder represivo del Estado, son ‘organos naturales’ del ejercicio del poder plebeyo. Tienen características únicas:
1) Una flexibilidad muy grande, permitiendo articulaciones alternativas en el plano territorial y funcional (consejos de soldados, de campesinos pobres, de marineros, de estudiantes y maestros, de trabajadores industriales, etc.);
2) Permite asociar al máximo la masa de sujetos activos en el ejercicio del poder (la cocinera puede ser jefa de estado; el herrero puede filosofar);
3) Permite superar la escisión entre Política (ciudadano) y Economía (burgués), o sea: las funciones legislativas y ejecutivas;
4) Facilita el control y fiscalización de las masas, transparencia de las operaciones, la elegibilidad y la revocabilidad de los elegidos, etc. (Superación de la mera representación burguesa);
5) Es el fundamento más adecuado para la edificación de una auténtica Democracia social (Superación del sistema de partido único respetando la composición de clase histórica);
La Autonomía tiene un instinto cooperativo y solidario universal, el “Principio-Esperanza”, a pesar de sus cambios de forma, que si se me permite para ilustrarlo le llamaré (tomando el término de un sínmdorme que describe la Psicología empírica) “Agorafilia”, que podemos definir como la aspiración a realizar una participación lo más profunda, amplia e inmediata posible, de los individuos en la vida pública. “Ágora” era el nombre en la antigua Grecia de un espacio abierto, centro del comercio (mercado), de la cultura y la política de la vida social, Con el paso del tiempo el ágora llegó a ser el inicio de las famosas polis, tanto desde el punto de vista económico y comercial (como sede del mercado), desde el punto de vista religioso al encontrarse allí los lugares de culto del fundador de la ciudad o de la deidad protectora o desde el punto de vista político al ser lugar de reunión de los ciudadanos para discutir sobre los problemas de la comunidad. De esta manera y a su alrededor fueron surgiendo los edificios públicos necesarios para albergar todas las actividades.
Junto al instinto agarófilo, viene otro componente esencial de la autogestión, que llamaré “Comunalismo”, la acción colectiva y mancomunada que reposa sobre la acción directa y consciente de los sujetos explotados sin jerarquías externas. Es notorio que el sistema actual de dominio, como todos los anteriores basados en la escisión entre gobernantes y gobernados, entre un arriba activo, que manda y ordena, y un abajo pasivo, que ejecuta y asiente, son esencialmente “Agarófobos” y “Anticomunalistas”.
Los ejemplo históricos confirman estos dos principios de toda experiencia plebeya, esta característica preciosa de ser un contrapoder social. El primer Soviet (Consejo) en la Rusia zarista allá por 1905 no era nada más ni nada menos que esto: un comité de delegados de consejos de huelga de las principales empresas privadas y públicas de la región de Moscú, mayoritariamente dominada por la producción textil. Esta primitiva institución autónoma, apartidaria y extrasindical, que contaba con 110 diputados, expuso sus directrices fundamentales en los siguientes puntos: 1) Dirigir la huelga; 2) No permitir acciones y negociaciones separadas; 3) Cuidar por una actitud ordenada y organizada de los trabajadores; 4) Se volvería al trabajo después que lo conviniera democráticamente el propio soviet. Como decíamos, la propia dinámica, la dialéctica desplegada, que desata la Autonomía como principio de identidad y autodeterminación, hizo que el Soviet se tranformara de un comité sofisticado de huelga en la representación democrática directa de los intereses de todas las capas de trabajadores de la región que veían en la nueva institución el mejor medio de lucha por su libertad política. Nuevamente surge esa característica esencial de la “Agorafilia” y el “Comunalismo” de la que hablamos.
De Marx a Gramsci: Marx dio algunas pistas, empezando por el mismo Manifiesto Comunista de 1848, allí señala con claridad que “los comunistas no tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado” ni “principios especiales según los cuales pretendan moldear el movimiento proletario” y el objetivo es “la formación del proletariado como clase”, es decir: coayudar, contribuir y apoyar la liberación de la clase por la clase misma, ya que los postulados teóricos de los comunistas “sólo son expresiones generales de los hechos reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico”; en 1850, depués de las fallidas experiencias de 1848, en particular los intentos de autogestión de la clase obrera francesa, en una comunicación al Comité Central de la Liga de los Comunistas, Marx señala que “al lado de los gobierno oficiales, los obreros deberán contituir inmediatamente ‘gobiernos obreros revolucionarios’, ya sea en forma de comités o consejos, ya en forma de clubes obreros o comités obreros, de tal manera que los gobierno republicano-burgueses… se veandesde el primer momento vigilados y amenazados por autoriades tras las cuales se halla la masa entera de los obreros.”; ya en el ámbito de la Iº Internacional, Marx sostuvo siempre su idea de la Autonomía, de la autoactividad consciente del proletariado para su propia emancipación, y su Estatutos comenzaba con la frase “la emancipación de la clase obrera debe ser conquistada por la clase obrera misma… una lucha por derechos y deberes iguales y por la abolición de toda dominación de clase.”; después de la experiencia de la Commune de París de 1871, Marx no solo llega a modificar El Capital escrito en 1867, sino que extrae hallazgos y errores de los intentos de la autonomía proletaria, definiendo el gobierno comunal casi en nuestros términos como “una Corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo… que era, esencialmente, un gobierno de la clase trabajadora, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo. Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una impostura ya que la dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social.” El consejo “agarófilo” y “coumnalista” de la Comuna había de servir, señala Marx, “como palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases, y, por consiguiente, la dominación de clase.” La Autonomia es la actividad central para la deconstrucción desde debajo de el despotismo de una clase sobre la amplia mayoría de los trabajadores.
Ahora entendemos aquella frase de Gramsci que decía que “el estado socialista existe ya potencialmente en las instituciones de vida social características de la clase trabajadora explotada.”, concluyendo que “las fábricas con sus comisiones internas, los círculos de barrios y socialistas, las comunidades campesinas, son los centros de vida proletaria.” Nada más ni nada menos que “Centros de vida proletaria”, agorófilos y comunalistas, que Gramsci llamaba en su conjunto “sistema de democracia obrera” o incluso con una connotación posmoderna “red de instituciones proletarias.” Los consejos regionales de este tipo realizaban para Gramsci la unidad de la clase trabajadora y eran “el modelo del estado proletario”. La Autonomía en tanto instutucionalizada como consejo, era para Gramsci, “el más adecuado órgano de eduación recíproca y de desarrollo del nuevo espíritu social que el proletariado ha logrado extraer de la experiencia viva y fecunda de la comunidad de trabajo.”
Esto señala una vasta cuestión reprimida: ¿es posible organizar autonomía, autogobierno, autogestión?.
Autonomía, ¿una práctica sin teoría?: ¿qué es Autonomía? Autonomía es sin lugar a dudas una cifra de la modernidad capitalista. Podemos repetir que más que un concepto teórico es una práctica, una experiencia. La autonomía es un concepto eminentemente trans-político ligado a la emancipación social, a la resistencia, a la capacidad de expresión no solamente de libertad sino de contenidos específicos históricamente determinados. Autonomía es más Marat y menos Robespierre. Un rasgo histórico es su anti-institucionalidad burguesa radical. Se trata de un principio plebeyo. No se trata solamente de libertad, sino de un crecimiento antropológico que provoca una acumulación de deseos, de necesidades, de voluntad, es, sobre todo, un fenómeno colectivo, es profundamente cooperativo y materialista. La autonomía es del común, es un predicado del trabajo vivo en la época de la subsunción real. De alguna forma una hipótesis ontológica y materialista fuerte, que debe ser permanentemente contrastada.
La idea de autogestión designa una experiencia fundamental de conquista de la dignidad política humana. Como tal puede rastrearse en una línea nodal nítida, relevante, historiográficamente contrastada. Se trata de una auténtica tradición pero discontínua. Esta genealogía noble, de cierta manera una Historia de la Emancipación y la Libertad, tiene su incicio, seguramente en el miso origen de escisción d elos social, en el origen de la desigualdad entre los hombres. De tal manera que podemos comprenderla como una suerte de Principio -Esperanza”, basada en lo que podemos denominar “experiencia plebeya”, con sus propias figuras históricas-prácticas. Podemos entender la autogestión de manera intuitiva en primer lugar como un combate, siempre desigual, por la conquista de la Libertad, una pulsión que exige siempre más y más Libertad. Arbitariamente o no podemos colocar esta primera piedra fundacional quizá en la rebelión de esclavos de Spartakus, hecho del cual no tenemos muchos datos significativos, pero para la ocasión pondremos su punto de inicio en la primera secesión de la Plebe romana, allá por el año 494AC. Primero una disticnción en el lenguaje, muy importante a la hora del combate ideológico: la Plebe no era el Populus, esa noche donde todos los gatos son pardos, sino su momento crítico-negativo: se trataba de trabajadores manuales, artesanos pobres, trabajadores intermitentes, capas obreras urbanas, en términos jurídicos patricios “los que no forman parte de la gente”. El primer momento fue diferenciarse linguïsticamente en tanto identidad, de colocarse a sí mismos sin mediaciones: somos Plebs. Igual hicieron en Grecia con anterioridad los despreciables trabajadores manuales (los hoi polloi) con respecto a la mistificación del término indiferenciante de Demos.
Esta palabreja ya no tiene para nosotros una especial relevancia o resonancia, no tiene “aura”. La filosofía moderna, el nudo desatado por la “Aufklärung”, creyó haber descubierto, en el concepto de autonomía como autoconciencia, no sólo un principio metodológico determinante sino también el fundamento para una existencia ilustrada autónoma, es decir: el principio de actuar y pensar que parte de sí mismo. Políticamente, trasladado a la práctica material, con el rechazo de toda autoridad formal, de toda tradición y costumbre, de todo lo tradicionalmente dado, sintetizaba de alguna manera el instinto material de la Revolución Francesa. La autoconciencia, la autodeterminación y la autonomía se hicieron principios básicos de “la” praxis racional y revolucionaria. El término era aquel con que Kant denominaba, en su Crítica de la razón práctica, la capacidad de la razón humana de darse a si misma leyes morales, sin derivarlas ni de algo inferior (deseos, intereses egoístas, etc.) ni de superiores (Dios) o exteriores y formales (autoridad, tradición, estado). Autonomía es negar toda trascendencia. Si las reglas de la propia acción vienen de alguna manera derivadas de otra cosa que no sea la razón del sujeto, nos encontramos en una situación de heteronomía. Palabreja difícil, pero que significa que se imponen leyes externas o ajenas al sujeto. Kant aquí sólo traspasa, al ámbito de la ética y la filosofía práctica, algo que ya había realizado Rousseau en la teoría política: para éste la democracia directa era aquella forma constitucional, constituyente y constituida, en la cual el ciudadano es soberano, es autónomo, en cuanto él como sujeto es en acto poder legislativo y ejecutivo, y es el súbdito de sus propias y autogeneradas políticas. Análogamente Kant afirmaba que la moralidad, el momento ético, debe ser la sumisión incondicional a leyes que nuestra propia razón se ha impuesto. En sus propias palabras: “un hombre dependiente ya no es un hombre, ha perdido toda dignidad, no es más que el accesorio de otro hombre”. Es el valiente grito de “¡Sapere aude!”, “¡Atrévete a saber!” que reflejaba distorsionadamente la convulsión de la irrupción de revoluciones populares que desbordaban por izquierda todo límite y medida absolutista. Es decir: la autonomía nace como práctica en la lucha de las masas contra los príncipes y señores, contra el Estado-Iglesia, contra el absolutismo, contra una forma estado histórica, una larga marcha que arrancaba con la teoría calvinista de la revolución, las prácticas autónomas en la “Gloriosa” revolución inglesa (levellers, diggers, etc.) desembocando en la revolución francesa. Con la autonomía el antagonismo, sí o sí, deviene social. Podemos adelantar una hipótesis: que la palabra autonomía en el lenguaje político de las masas surge paralelamente y entrelazada con otra: comunismo. Autonomía como razón práctica es la libertad en sentido positivo, simplemente independencia de la voluntad humana de las condiciones fenoménicas, de toda determinación necesaria de parte de las inclinaciones sensibles (apetito, impulsos, etc.). Esta sería la condición que hace posible la escisión consciente entre la autonomía y la heteronomía. De acuerdo, el dominio sobre sí mismo, pero esta máxima contiene una paradoja. El dilema de toda autonomía puede sintetizarse como “intenta conseguir el dominio sobre ti mismo, pues exclusivamente bajo esa condición te capacitas para poner en práctica los fines para contigo mismo”. El barón nos sonríe mientras tira y tira de su coleta.
El dominio del movimiento sobre sí mismo, ese momento de autonomía y cooperación, es previo a todo lo demás. Es la base sin la cual no hay condición de ser contrapoder real. La decadencia del problema, su “olvido” en la propia tradición política revolucionaria, su desaparición de toda la filosofía política contemporánea e incluso del Marxismo “oficial” es algo que aún deberá ser explicado. Lo cierto es que sucumbió bajo la ideología jacobino-burguesa o lo que es lo mismo: la idea autonómica fue lentamente desapareciendo desde 1789 de la propia filosofía burguesa. Sobrevivió en intersticios sofocados bajo instituciones y represión del estado. Aparecía como idea brillante y bruñida en el cromado de las luchas de clases pero como un reflejo agónico, apenas visible en el momento kairológico. Era el clímax de la multitud en su creatividad revolucionaria, pero era eso: el clímax. Si el comunismo aparecía como un horizonte último y a veces utópico, la autonomía era simplemente impensable. Muchas de estas historias de la biopolítica de las masas como autonomía fueron rescatadas por historiadores desde abajo (Soboul, Rudé, Thompson, Hill, Montgomery, etc.), historiadores-militantes (Mothé, Montaldi, Bologna, Rawick, etc.) o del “otro” movimiento obrero (Roth, Lucas, etc.). Paralelamente a su decadencia en la filosofía política de la burguesía consolidada, su papel en la tradición de Engels y Marx fue polémica: se redujo el Marxismo a una técnica pura de la organización, se le colocó el signo igual con “partidismo”. Marx se redujo dramáticamente a una fórmula de trepanación del cráneo proletario: sólo había que saber colocar la conciencia socialista justa desde el exterior en el Golem obrero. La historia material de las masas sólo era una mera ilustración sociológica del oráculo del Comité Central. Ya todos sabemos en que terminó esta caricatura del pensamiento de Marx.
Lo podemos decir claramente: la palabra Autonomía generaba en la ortodoxia automáticamente un “vade retro, exorciso te!”. Se suponía, en un pistoletazo de filosofía y política, que condensaba todos los males del canon anti-marxista-leninista: economicismo, espontaneísmo, anarquismo, seguidismo, diletantismo, etc. Y se pudo ver como la paradoja autonomista sobrevolaba las grandes discusiones en el movimiento obrero del siglo XIX, en la diferencia entre partido, sindicato y clase, en las primeras internacionales, en el uso de herramientas ofensivas (huelga general), en los debates internos sobre organización, incluso en los dramáticos días después de la toma del poder en la Rusia bolchevique. Sí la autonomía podía ser sobrevalorada por cierta historiografía de la espontaneidad, si ella como cualidad y conducta de masas podía ser estimulada antes de la toma del poder (incluso incorporada en la ortodoxia), una vez establecida la razón de estado se volvía algo molesta, era un obstáculo a lo “Kronstadt”, un rasgo infantil del instinto de las masas que el partido leninista corregiría. La autonomía de la clase era el verdadero “Deus absconditus” en la dinámica del marxismo práctico, aunque su centralidad seguía sofocada y su génesis ontológica ignorada.
Las tareas de hoy han modificado de alguna manera la valencia de las “Tesis sobre Feuerbach”: de lo que se trata hoy es de comprender el mundo del capital antes que transformarlo. En este sentido tenemos tres frentes de batalla: debemos no sólo realizar la crítica de la economía política del posfordismo, al mismo tiempo combatir la ideología del capital, sino además nuestra propia novela revolucionaria. Los cortes epistemológicos en la tradición revolucionaria no sólo son “normales” sino que indican avance, nueva síntesis, “Darstellung” y nueva respuesta organizativa al nivel del desafío del capital. Éste es el Lenin post-1905, el de 1914 a 1917, el que parece “loco” a los ojos de sus compañeros de partido, el que obsesionado se sumerge en la Logik de Hegel, el que intenta desarrollar un nuevo tipo de militancia acorde con la objetividad del desarrollo de las fuerzas productivas, el autocrítico que reconoce el valor de las nuevas instituciones sociales basadas en la autonomía (Soviets, consejos, control obrero, autogestion), el desaforado que ya no parece marxista subido en un blindado zarista en la estación de Finlandia. Son también las pulsiones sin esperanza de las masas rusas por rescatar sus instituciones soviéticas, por recomponer la autonomía perdida, es la historia del Bolchevismo contra el propio Bolchevismo. Si hay algo abierto es el Marxismo. Yo propongo aquí que los sucesos encadenados a partir, en especial, de la caída de la URSS (como símbolo arquetípico de toda una ortodoxia) y el impacto de movimientos autónomos anticapitalistas han abierto la posibilidad de un Marx más allá de Marx, pero en algunos casos, más acá de Marx, todavía un desconocido para nosotros. Todavía un pensador y hombre de acción al que hay que recuperar para recuperarlo en su integridad científia y en su eficacia política.
Hoy es posible con alegría pero ab irato (con ira) plantear una crítica hiperbólica, en algunos casos una dolorosa autocrítica, a nuestra tradición, a la hipoteca heredada. Y esto es posible gracias no sólo desarrollos teóricos de diversos orígenes, entre ellos la posibilidad de conocer al verdadero Marx (todo un tema), sino la crítica a las armas que hace el propio movimiento de masas en el día a día. Por hiperbólica entendemos, jugando con la idea metodológica cartesiana, a una duda fundamental que valdría la pena considerar (tal como Descartes la llamaba) y que cuestiona un mundo. Ahora: ¿Qué dudas hiperbólicas serían posibles considerar sobre el marxismo? Creemos que se sostienen tres dudas válidas: 1) la compatibilidad entre la naturaleza humana y el comunismo; 2) el carácter revolucionario de la clase trabajadora organizada y delegada en un partido político; 3) el carácter comunista del “socialismo realmente existente” en el ‘900.
Un breve paseo filosófico: En relación a las citadas estrategias, ya ha quedado apuntada como una de sus características fundamentales la puesta en cuestión del estatuto de los individuos; la oposición no a la individualidad sino al gobierno de la individualización practicado desde distintas instituciones, desde lo constituído. Esta oposición al poder/saber que transforma a los individuos en sujetos es, a la par, una reivindicación de la capacidad para gobernarse, de la capacidad de auto-gobierno, de la autonomía. Recorramos brevemente, adoptando la idea de que la filosofía llega siempre tarde (el vuelo de Minerva) podemos comprobar cómo impacto las diferentes irrupciones de las multitudes en el árido terreno del amor a la sófos.
Estación Kant: entendía la autonomía como talento productivo, que produce efectos en la materia, producción para la cual no hay una regla determinada (¿dónde se enseña a escribir La Ilíada?, diríamos nosotros: ¿dónde a diseñar un Soviet o un piquete o una comuna?). No es una disposición de habilidades, por lo que la originalidad, la ruptura e incluso la ausencia de memoria (ruptura con la tradición) eran sus rasgos destacados. El sujeto no sabe cómo se encuentran en él las ideas para una transformación. El poder constituyente a la luz kantiana nunca imita (imitar es aprender, repetir). La autonomía es comprendida como una “reflexión” centrada en cuatro momentos:
• Satisfacción sin interés
• Universalidad sin concepto
• Finalidad sin fin
• Necesidad sin ley
Aquí la idea poderosa es que la autonomía es comprendida como una experiencia práctica que modifica al que la experimenta y que se da sus propias leyes. Aquí el sujeto no sólo es organizante sino tal que se organiza a sí mismo. El sujeto autónomo es un talento (“Genie”) que le da su propia regla a su praxis. Es obvio que la práctica autónoma se emparenta con el arte, y hasta Kant diciendo que es difícil de explicar. Nos quedamos con ciertos términos claves: producción inconsciente, libertad creadora, originalidad y ruptura, genio como talento innato.
Un componente académico, de excesivo peso sociológico, intenta de alguna manera reducir la palabra a o bien una técnica organizativa débil (adecuada o no, enfrentada con la construcción típicamente trotskista-leninista) o bien a una suerte de política consciente que tiende hacia la comunidad de bienes o incluso ghettos posmodernos (una re-edición de la reducciones jesuitas en el siglo XXI) y el cooperativismo, cuyo fin es acampar lejos del Estado, aunque se está integramente dentro de él. Aquí presenciamos una doble supresión de la potente semántica social que posee la idea de autonomía: se traslada al concepto, y del concepto a la realidad, las propias dudas y confusiones. La Autonomía es una hipótesis materialista, su base es la especificidad histórica del capital, aunque hayan podido existir autonomías en las subjetividades pre-capitalistas. Ahí está la misma secesión pelebeya en la República romana; ahí está la rebelión de los Ciompi en la Florencia renacentista; ahí están los consejos de soldados del New Army de Cromwell; ahí están las sociedades seccionarias de los Sans-Culottes; en fin: ahí está la misma Commune de París. Lo que se sostiene desde la co-investigación es que la nueva subjetividad naciente con el Posfordismo, la nueva figura y su morfología en la lucha de clases, posee en su instinto de clase, en su pulsión constituyente una mayor densidad autónoma que en el pasado. Esta calidad se deriva de su nueva composición de clase, no es ni una teoría de la transición, ni una filosofía de la historia, ni un anarquismo revivido. Es el suelo constitutivo y antagonista, llevado a la exasperación, del poder constituyente. Aquí hay que diferenciar los comportamientos del movimiento social a lo largo de la historia. La multitud posfordista, en su propia dinámica, se hace autónoma primeramente con respecto a la forma estado, de manera muy radical; y en segundo lugar, con respecto al sistema de representación política del “Capital-Parlamentarismo”, al estado de partidos y a las instituciones corporativas heredadas del viejo movimiento obrero. Hace saltar la cobertura y los nexos de las instituciones, porque biopolíticamente, en el intersticio de las relaciones de producción, vive “fuera de”. Su identidad ya no se reconstruye en la reproducción ampliada ligada a la ciudadanía y al sindicato, sino en la cooperación social, en las nuevas formas de horizontalidad y democracia directa. Las características de este ejercicio autónomo es claramente ofensivo: no se trata de defender viejos privilegios, ni intereses corporativos. Pero si bien la autonomía es ya un dato, un presupuesto del desarrollo del capital, lo cierto es que toda recomposición de la clase es siempre centralización, formas de institucionalización, que no pueden asimilarse a “burocratización”.
Pero incluso para muchos compañeros hoy no es posible fundamentar la concepción de una práctica política alternativa en el concepto de autonomía. El problema, que parece un alejado y nebuloso tema de un Simposio de filósofos académicos, no puede resultarnos indiferente, en el supuesto que creamos y tengamos interés en una práctica política gobernada por las propias masas. La idea que tenemos la potencialidad de tomar distancia frente a nuestros deseos, frente a los roles sociales y formas de dominio en que nos movemos, frente a las normas y constituciones por las que nos guiamos, para preguntarnos: ¿quiénes somos nosotros mismos en todo esto? ¿qué es lo que nosotros mismos queremos? En cierta forma esta idea parece interpretar que existe un núcleo material irreductible que en cierta manera pudiera plegarse sobre sí mismo a partir de sus deseos, instintos y roles sociales concretos y que, justamente por esto, alberga en ciertas coyunturas históricas, que podríamos llamar “prerrevolucionarias”, una instancia para elegir, rechazar e integrar las exigencias internas y externas. En la vida cotidiana llamamos a alguien “autónomo”, por oposición a dependiente, a alguien que no se orienta por lo que se dice sino qué el mismo delibera, critica y decide; también es sinónimo de una persona que tiene una apreciación positiva, una estima alta de sí misma, a diferencia de aquella con sentimiento de inferioridad. Es decir: tenemos la posibilidad humana de distanciarnos de lo que hacemos y queremos, y preguntarnos: ¿qué es lo que nosotros mismos queremos? Pero: ¿qué quiere decir “nosotros” y “mismos”? Obviamente tiene algo que ver con la autonomía y la autodeterminación del sujeto, tanto respecto a las expectativas de los demás y de las normas intersubjetivas, vía la forma-estado, dadas como “naturales”, como respecto de la propia estructura de instintos, inclinaciones y deseos inmediatamente compulsivos y conformados por la costumbre y la tradición. Cuando un movimiento social realiza esto, poniendo en cuestión su propio actuar y querer, autodisciplinando su amor por lo sectorial y corporativo, su valor afectivo pasado, cuando construye totalidad a partir de su falso estatuto como parte pasiva, se puede hablar de una relación revolucionaria reflexiva consigo mismo. Autonomía debe ser siempre entendida como libertad en su sentido más amplio y esencial.
Para concluir con unas palabras de Marx, la Autonomía es en suma el anhelo de convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre, cooperativo y asociado.
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