La retórica de la felicidad y los trabajadores pobres, por Karina Narvona de Fundación Sol

Cada vez más la discusión internacional recoge valores subjetivos de bienestar. Particularmente la felicidad se ha convertido en el tema sensación del momento, desde el año 2000, cuando alcanza especial visibilidad en el foro económico mundial de boca de las personas más ricas del mundo, y especialmente desde inicios de este año, cuando es puesto en la agenda pública por la ONU y la OCDE. Pero, ¿Qué pasa con las condiciones materiales de existencia?, ¿deben pasar a un segundo plano?

Con toda razón, varios economistas están planteando evolucionar en las mediciones que describen las realidades nacionales. El premio nobel de economía, Joseph Stiglitz, por ejemplo, plantea que “la cuestión es si el PIB es una buena medición del nivel de vida”. La insuficiencia del indicador es clara necesariamente en países como Chile, donde la pregunta ¿Quién crece cuando Chile crece? deja en evidencia su incapacidad de dar cuenta de la precariedad de la mayoría.

En estas revisiones, se volvió una tendencia abogar por incluir la felicidad en las mediciones oficiales —el Gross National Hapiness o Felicidad Interna Bruta— y muchos hacen un amplio tratamiento público del tema. Si bien más de alguno se refiere a esta cuestión en un marco de atención por la calidad de vida y sus condicionantes sociales, la cara más popular de la fiebre por la felicidad ha sido el énfasis subjetivista.

Dicho énfasis sintoniza muy bien con la sensibilidad cultural actual. La idea de autorrealización personal se ha vuelto un estándar social de nuestros tiempos, bajo la forma de un individualismo hedonista. El examen introspectivo, las experiencias emocionales y la búsqueda de placer son cosas auspiciadas por una amplia literatura de autoayuda estilo new age, cuyo credo ideológico invita a ser feliz en base principalmente a la voluntad y la actitud positiva, indicando como única alternativa posible el adaptarnos.

Según un estudio de la Universidad de Leicester (Reino Unido), en 2008, pese a su precariedad económica, Bután era el octavo pueblo más feliz del mundo. Este caso se ocupa como ícono de las motivaciones superiores que superan la pequeñez de la fijación en los aspectos materiales, e inspira charlas y eventos de visión vanguardista en todo el orbe. Y es que ahí está la trampa política y la manipulación con este tema.

En Chile la retórica de la felicidad llegó para quedarse. Hace poco fue invitado el representante del Ministerio de la Felicidad de Bután, Dasho Kharma Tshiteem, para exponer en el Primer Encuentro de Relaciones Saludables y Felicidad. Más recientemente, se realizó una sesión en el Senado para abordar las recomendaciones de este invitado y de la propia ONU sobre incluir las necesidades transmateriales del ser humano en el enfoque de políticas públicas, con el fondo —nótese— de espiritualizar la política.

La entrada en esta arena puede ser muy cómoda. Es posible despuntar en indicadores de felicidad sin tener resuelto temas urgentes de subsistencia. Las mediciones son poco exigentes —habitualmente se pregunta por el grado de satisfacción con la vida, lo que puede dar lugar a respuestas circunstanciales o muy generales— y las lecturas son facilistas.

En el ranking de felicidad de la Universidad de Columbia, Chile destaca sobre la media: ocupa el puesto 43 de los 156 países del mundo y el puesto 12 en las 26 naciones en Latinoamérica. En la encuesta Casen, que incorporó por primera vez la pregunta por la satisfacción general con la vida, los resultados que se dieron a conocer el domingo pasado son enigmáticos. Sólo un 20,8 por ciento de los chilenos se declara completamente satisfecho con su vida, pero el  promedio de felicidad es de 7,2 puntos en una escala de uno a diez. Aysén, Magallanes y Antofagasta, las mismas regiones que han protagonizado la mayor conflictividad, destacan como las regiones más felices de Chile.

Estos resultados contrastan con los imperiosos problemas sociales que nos afectan y que suscitaron grandes movilizaciones: la desigualdad, la injusticia social, cosas que no parecen reflejarse y están en otra sintonía respecto a este tipo de mediciones. Mirando  el mundo del trabajo, se tiene que el 76% de los trabajadores en Chile ganan menos de 350 mil pesos líquido y que el salario no alcanza para vivir: a nivel de hogares el endeudamiento llega al 60% del ingreso disponible y es cercano al 100% de la masa de salarios entrantes, según el propio Banco Central. Abundan nuevas formas de pobreza y de trabajadores pobres, que se ven simbólicamente integrados por el crédito y que a la menor eventualidad —problema de salud, educación de un hijo— son puestos en la línea del tren.

¿Cómo es posible que en medio de la vulnerabilidad, muchas personas se declaren felices? El sociólogo Gilles Lipovetsky en su libro La felicidad paradójica, señala que la gente se declara mayoritariamente feliz pensando que los demás no lo son, a pesar del problema acuciante de la falta de dinero (Lipovetsky, 2007:13).

La felicidad como norma es interiorizada, entre otras cosas, por medio del bombardeo publicitario. Sin ir más lejos, la marca Coca-Cola tiene como últimos slogans “la industria de la felicidad” y “destapa la felicidad”. Existe un Instituto de la Felicidad Coca-Cola, “que busca contribuir al conocimiento y difusión de la felicidad entre los chilenos”. Y en el mundo interno de las empresas, a nivel de la gestión las personas, se propaga el endomarketing, que fomenta la felicidad laboral, sustituyendo el salario real por el salario emocional (este es el recurso al trato amigable, reconocimiento, actividades lúdicas, etc.).

El énfasis en la felicidad no es menor, pues transforma problemas sociales en problemas individuales y resta dramatismo a la cuestión de la mejora de las condiciones de vida. Joaquín Lavín, en la presentación del domingo 29 pasado, aclara muy bien el sentido personalista de este énfasis: “tiene que ver con factores materiales, pero tiene por sobre todo que ver con actitudes internas y con historias de vida de las personas”, dice.

Lo cierto es que no hay cuestión más apremiante que resolver las necesidades vitales, lo cual implica la creación y distribución colectiva de la riqueza. No se trata de desconsiderar el aspecto subjetivo, todo lo contrario. Nuestro actual modo de vida, al tiempo que fabrica desigualdad y trabajadores pobres, niega y destruye subjetividades, lo que se ve en el explosivo aumento de los llamados trastornos mentales y del comportamiento. Así, el tema es recuperar una visión de totalidad. Sin esto, podrán seguir agregándose indicadores y mediciones, habrán más charlas espirituales, gurús invitados y más spots publicitarios sobre la felicidad, pero estaremos cada vez más lejos de una vida plena y dotada de sentido.

http://www.elmostrador.cl/opinion/2012/07/31/la-retorica-de-la-felicidad-y-los-trabajadores-pobres/

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