Es la realidad, y no la economía la que se equivoca? «Economía Chamánica» artículo de Luis Casado para elciudadano

Hubiese podido llamarla “economía de la superstición”, o aún “economía religiosa” o “metafísica”, pero dejémosla en “chamánica”, paso a explicar por qué.

El chamanismo es una práctica centrada en la mediación entre los humanos y los espíritus sobrenaturales: las almas de los muertos, de los niños por nacer, de los enfermos que hay que devolver a la vida, etc.

El intermediario encargado de la mediación es el Chamán, suerte de sacerdote dotado de la capacidad de comunicar con los espíritus, capacidad que proviene por lo esencial de la fe de quienes le tienen por tal.

Con la “ciencia económica” sucede algo parecido. Desde luego la “ciencia económica”, -como los espíritus sobrenaturales-, no existe, y su supuesta capacidad para interpretar los fenómenos económicos, el comportamiento de los agentes económicos o las vicisitudes de los llamados “mercados”, reposa por lo esencial en la fe, -los economistas hablan de “confianza”-, de quienes les escuchan.

En los EEUU, en Europa, en América del Sur, por todos los sitios todo el mundo se pregunta qué es lo que les está cayendo sobre la cabeza, cuales son la causas de la interminable crisis que trae consigo un cortejo de desempleo, miseria e  incertidumbre para los más, y una indescriptible concentración de riqueza y privilegios para unos pocos.

Los economistas elucubran toda suerte de explicaciones, apoyándose en teorías cuya relación con la realidad ni siquiera formó parte de las preocupaciones de quienes las elaboraron. Con esto quiero decir que los economistas se prestan para justificar el orden de cosas establecido a título oneroso: porque les pagan para eso. Pruebas de lo que avanzo han sido puestas en evidencia en casos en los que están involucrados los más reputados “profesores” de economía de los EEUU, y muy particularmente los de Harvard. No necesitamos mejor prueba que l documental “Inside job”, de Charles Ferguson (2010).

La pretendida “ciencia económica” tiene como gurú al economista francés Léon Walras (1834-1910), a quién sus estudios matemáticos deben haberle desordenado la estructura de las sinapsis neuronales.

Walras, quién es presentado a menudo como el fundador de la economía matemática, intentó analizar y describir el funcionamiento de las sociedades humanas, -que a priori no se ocupan de nada más que de producir, vender y comprar-, en términos matemáticos.

Hoy en día hablaríamos de una especie de modelización matemática en la que algoritmos bien elegidos permitiesen alcanzar un objetivo predeterminado: conocer el comportamiento del clima, comprender la conducta de los agentes económicos (es decir del ser humano) y, sobre todo, establecer las condiciones del equilibrio de los mercados lo que, sin exagerar y apoyándose en las exégesis dedicadas a Walras y a sus teorías, puede asimilarse al paraíso en la tierra.

Pero, se diga lo que se diga, las teorías de Walras no tuvieron, ni tienen, por objeto la realidad, sino la construcción de un modelo “ideal”. Si la realidad no corresponde al modelo, la explicación es muy sencilla: la realidad se equivoca. George Stigler, premio Nobel de economía 1982, osó decirlo con todas sus letras: “No es la teoría la que se equivoca sino la realidad”(sic).

Según André Orléan, reputado economista francés contemporáneo, en la teoría walrasiana “El objetivo buscado no es describir la realidad económica como es, sino reconstruir el cuadro ideal, puro, de la objetividad mercantil y de sus consecuencias” (André Orléan. “L’empire de la valeur”. Ed. du Seuil. Paris, 2011. Pag. 109).

Para justificar sus aserciones, -en el sentido que Walras está en otro mundo, o al menos en algún sitio que no tiene nada que ver con la realidad-, André Orléan cita un pasaje del propio Walras en el que este demuestra que tenía una cierta consciencia de ello:

El método matemático no es el método experimental, es el método racional. Las ciencias naturales propiamente dichas ¿se limitan a describir pura y simplemente la naturaleza y no salen de la experiencia? Les dejo a los naturalistas el cuidado de responder a esta pregunta. Lo que es seguro, es que las ciencias físico matemáticas, como las ciencias matemáticas, salen de la experiencia una vez que le tomaron prestados sus tipos. Ellas abstraen de esos tipos reales los tipos ideales que ellas definen; y sobre la base de esas definiciones construyen a priori todo el andamiaje de sus teoremas y de sus demostraciones. Ellas vuelven, después, a la experiencia, no para confirmar, sino para aplicar sus conclusiones” (Léon Walras: « Éléments d’économie politique pure ou théorie de la richesse sociale ». Paris, Librairie Générale de droit et de jurisprudence, 1952, pág. 29).

El empeño de los economistas por darle algún carácter de cientificidad a lo que no es sino chamanismo, -o en el mejor de los casos una construcción teórica destinada a justificar el orden establecido-, les hace decir estas enormidades tan reñidas con la verdad.

Si en física utilizamos abstracciones o modelos ideales, como la noción de gas perfecto, modelo termodinámico que describe el comportamiento de todos los gases reales a bajas presiones, no es para determinar ese comportamiento de manera especulativa, sino para obtener un resultado que guarda alguna relación estrecha con la realidad, relación que no puede ser verificada sino en la experiencia.

Lo mismo ocurre con la noción de alto vacío (vide poussé, o high vaccum). Sabemos que en un sistema de alto vacío, -por ejemplo una mil millonésima de atmosfera-, quedan aún varios millones de moléculas por milímetro cúbico. A nadie en su sano juicio se le ocurriría construir sistemas especulativos sobra la base de esa noción, para “volver, después a la experiencia, no para confirmar, sino para aplicar sus (propias) conclusiones”.

El descubrimiento del neutrino, partícula elemental extremadamente evasiva, fue posible sólo gracias a la elaboración de una interpretación física basada en la ley termodinámica de la conservación de la energía.

Cuando Henri Becquerel y Pierre y Marie Curie descubrieron la radioactividad, las experiencias y las mediciones mostraron que la suma de las energías no cuadraba: faltaba algo. La explicación podía llevar a poner en duda la ley de la conservación de la energía, o bien, como hizo Wolfgang Pauli, suponer que había un elemento que nadie había detectado.

¿Qué hubiese hecho Walras? ¿Volver a la experiencia, no para confirmar, sino para aplicar sus conclusiones especulativas?

Si la radioactividad fue descubierta en 1896, la “desaparición” de una porción de energía fue establecida en 1914 por las mediciones de James Chadwick. Wolfgang Pauli emitió su hipótesis relativa a la existencia de una partícula indetectada en el año 1930, y sólo en 1956 Fermi y Reines lograron detectar, y probar, la existencia de los neutrinos. Sesenta años más tarde.

Algo similar ocurre con el bosón que llaman de Higgs (sería más apropiado llamarlo BEHHGK, para rendirle homenaje a los científicos que participaron en su descubrimiento teórico: Brout, Englert, Higgs, Hagen, Guralnik y Kibble). Entre el momento en que se emitió la hipótesis de su existencia y el momento en que los resultados experimentales entregan una fuerte probabilidad de haber constatado su existencia, se han sucedido múltiples investigaciones, experimentos, cálculos y trabajos prácticos y teóricos realizados por miles de científicos.

¿Qué sentido tendría, según Walras, haber pasado décadas investigando, construyendo monstruosos aceleradores de partículas que costaron decenas de miles de millones de euros si bastase con “volver a la experiencia, no para confirmar, sino para aplicar sus (propias) conclusiones”?

La economía estándar, la teoría del equilibrio general (TEG), Walras y sus seguidores nunca se tomaron el trabajo de verificar si la realidad coincide con sus resultados “teóricos”. Como queda visto, cuando sus dogmas chocan con la realidad, sostienen que es la realidad la que se equivoca.

Otra anécdota algo divertida que nos regala el empeño de los economistas chamánicos por parecerse en algo a la ciencia, fue protagonizada por Milton Friedman, premio Nobel de economía 1976  (El premio Nobel de economía no existe. Se trata en realidad del “Premio del Banco de Suecia en ciencias económicas en honor de Alfred Nobel”. Pobre Alfred Nobel: a él nunca se le hubiese ocurrido premiar a los economistas).

En 1994 Roger Penrose, profesor de matemáticas en Oxford, y Stephen Hawkings, profesor de matemáticas en Cambridge, sostuvieron un debate en el Instituto de ciencias Isaac Newton acerca de la naturaleza del universo.

Más precisamente sobre la naturaleza del espacio y del tiempo confrontando la visión relativista que defiende Hawkings a la visión cuántica que sostiene Penrose, prolongando así las discusiones que hace más de 75 años confrontaron a Niels Bohr con Albert Einstein.

En física entramos en una fase cada vez más especulativa, habida cuenta que las experiencias decisivas requieren energías que hoy en día están fuera del alcance de nuestras posibilidades. De ahí que las teorías se multipliquen alegremente, visto que no hay forma de verificarlas experimentalmente (teoría de las cuerdas, supersimetría, gravitación cuántica, geometría no conmutativa, etc.)

Puede que ese hecho haya llevado a Stephen Hawking, -en el marco de su debate con Roger Penrose-, a hacer una afirmación más que cuestionable.

Al exponer su punto de vista sobre la teoría clásica, Stephen Hawkings afirmó: “Yo adopto el punto de vista positivista según el cual una teoría física no es sino un modelo matemático del cual es inútil preguntarse si corresponde a la realidad” (Stephen Hawking & Roger Penrose. “The nature of Space and Time”. Princeton University Press).

De ese tipo de razonamiento se vale Milton Friedman para explicar su forma de ver la economía. En un artículo titulado “The Positive Economics”, el inspirador del neoliberalismo a la chilena y distinguido exponente de la tristemente célebre escuela de los “Chicago boys”, avanzó la curiosa tesis que sostiene que una teoría no debe ser probada por el realismo de sus hipótesis sino por el realismo de sus consecuencias.

Bernard Maris estimó que eso equivale a plantear que la Tierra es plana mientras esa hipótesis nos permita andar en bicicleta (« Lettre ouverte aux gourous de l’économie qui nous prennent pour des imbéciles ». Paris, Points, 1999).

Pero para el dogmatismo de Milton Friedman el irrealismo de las hipótesis es una ventaja: “Para tener algún valor, una hipótesis debe ser, de manera descriptiva, falsa en sus suposiciones[1] (Milton Friedman. “Essays in positive economics”. University of Chicago Press. 1953).

En un caso más específico, los defensores de la irracionalidad económica corrieron a socorrer la “hipótesis de racionalidad sustancial”, alegando literalmente lo que sigue: “Poco importa que la hipótesis de racionalidad sustancial sea “falsa”, si ella constituye un buen instrumento para hacer predicciones.

Las predicciones, he ahí la preocupación esencial de los economistas chamánicos. No se trata de economía, sino de jugar a Madame Soleil, a los videntes, a la astrología, la quiromancia y el esoterismo.

De eso se ocupa la “ciencia económica” que intenta convencernos cada día de que todo va bien, y mañana aún mejor. Ese tipo de economista no mira por la ventana, no se ocupa de la realidad, sino del “modelo ideal” que le permite elaborar conclusiones que luego busca imponerle a la realidad.

Si John Maynard Keynes les provoca alergia, reacciones extrañas, no se debe a que Keynes hubiese sido un perverso socialista colectivista, o un comunista en el sentido de Marx.  Nada más lejos de eso.

Keynes siempre sostuvo que si sus ideas económicas le llevaban a considerar seriamente la necesidad de distribuir el producto en modo de asegurarle a cada cual una vida digna y a la sociedad una convivencia apaciguada, -amén de un crecimiento económico estable-, confrontado a una revolución social él defendería sin dudarlo un instante a su clase social, la burguesía.

Si Keynes es intragable a los ojos de los economistas chamánicos es por la sencilla razón que fue un brillante matemático. Su tesis en la Universidad fue consagrada a la Teoría de las Probabilidades, y en ella demostró que es imposible poner la vida en ecuaciones, o calcular el comportamiento del ser humano. A fortiori, aun menos realista el predecir el comportamiento futuro de los agentes económicos. De ahí proviene uno de sus aforismos más conocidos: “De mañana no sabemos nada, y a medio plazo estaremos todos muertos”.

¿Predicciones? Keynes hubiese respondido con una carcajada desdeñosa a tanta ignorancia arrogante.

Niels Bohr, célebre físico danés que contribuyó significativamente a la comprensión de la estructura del átomo y de la mecánica cuántica, se cachondeaba de los aficionados a las predicciones diciendo: “Las previsiones son muy difíciles, sobre todo cuando se trata del futuro”.

Contrariamente a los economistas, Niels Bohr conocía el principio de incertidumbre de Heisenberg, ese que estipula que el universo no es ni previsible ni determinista. El principio de incertidumbre fue teorizado por Werner Karl Heisenberg en 1927, pero los economistas aún no se enteran.

Volviendo a la “objetividad mercantil”, ella constituye, según Walras, el cuerpo de condiciones para que todo “cuadre” y se comporte como él desea que se comporte. Estas condiciones determinan un “mercado” que no existe y que no tiene ninguna posibilidad de existir.

Se trata de un mercado en el que la relación a las mercancías está concebida en un modo estrictamente utilitario, entendiendo por utilitario las finalidades vitales como alimentarse, tener una vivienda y vestirse.

Este mercado se impone, -una vez determinadas las utilidades individuales-, como el mecanismo que permite distribuir bienes escasos (la escasez es una punto de partida y de llegada: lo que abunda está fuera del modelo de mercado walrasiano) entre los consumidores, sin que este mecanismo afecte en modo alguno las finalidades privadas.

Todo este curioso andamiaje, -la “objetividad mercantil”-, reposa sobre cuatro hipótesis a las cuales, como vimos, no hay que pedirles ningún lazo con la realidad. Por el contrario, según Friedman, “Para tener algún valor, una hipótesis debe ser, de manera descriptiva, falsa en sus suposiciones” (Milton Friedman. Op. cit.).

Esas hipótesis definen:

a)   Un conjunto de bienes perfectamente conocidos por todos los agentes económicos (hipótesis de nomenclatura de bienes). Poco importa que en la vida real muy pocos sepan que la elaboración del pan se hace con masas ácidas que son cultivos mixtos de bacterias ácido lácticas y levaduras que crecen de manera espontánea en los cereales, y aún menos que el funcionamiento de las pantallas de plasma de los televisores está basado en el uso de una mezcla de gases “nobles” como el argón y el xenón. Todo agente económico, según esta hipótesis de nomenclatura de bienes, conoce perfectamente todo sobre todos los productos, habidos y por haber.

b) Una representación común de la incertidumbre (hipótesis de nomenclatura de los estados del mundo). Si millones de chilenos (o argentinos, peruanos, armenios, caledonianos, etc.) no saben dónde se encuentra Tombuctú, ignoran el papel histórico de esa ciudad museo, y ni siquiera saben que cayó en manos de separatistas que se proponen destruir un patrimonio invaluable, para las teorías de Walras es como si lo supieran. Deben saberlo, por obligación, para que al mismo tiempo tengan una representación común de los estados del mundo y una evaluación similar en cuanto a la incertidumbre.

c) Un reconocimiento colectivo de los mecanismos que determinan los precios (hipótesis del secretario del mercado). Los precios son un dato: no se llega a ellos, simplemente son, y todo el mundo los conoce.

d) La adopción por parte de todos los agentes económicos de una concepción estrictamente utilitaria de las mercancías (hipótesis de la convexidad de las preferencias).

Agreguémosle a lo que precede otra característica no menor: se trata de un mercado en el que coexisten una miríada de pequeños productores de bienes y servicios mercantiles, productores que confrontan una miríada de consumidores individuales.

No hay ni grandes conglomerados, ni corporaciones, ni monopolios, ni carteles, ni entendimientos de ningún tipo entre los productores. John Kenneth Galbraith se hizo famoso en la primera mitad del siglo XX, entre otras cosas, precisamente porque le demostró a sus pares economistas que la economía de los EEUU estaba entre las manos de gigantescas corporaciones monopólicas. Hasta entonces los “expertos” no habían notado ese pequeño detalle.

Del lado de los consumidores tampoco hay, desde luego, ninguna central de compra, ni “grupón”, ni nada.

Como dice André Orléan, en este cuadro institucional los individuos no necesitan encontrarse, ni siquiera hablarse unos a otros. Su atención está concentrada sólo en los mecanismos objetivos de calidad y precio, que absorben toda la sustancia social. Es un mercado en el que jamás se encuentran vendedores y compradores. Un mercado muy curioso.

Como si fuese poco, los consumidores ni siquiera son influenciados por el fenómeno llamado “mimetismo” que conduce a comprar lo que otros compran, y que explica que nos presenten fotos de tal o cual celebridad bebiendo esto o lo otro, o llevando un reloj de una u otra marca.

La publicidad y el marketing están excluidos del modelo, no tienen ninguna influencia, y si existiese alguien tan estúpido como para gastar dinero en publicidad, lo haría sólo para derrochar plata. Los consumidores de Walras son impermeables.

Cuando he afirmado que el mercado no existe, -lo que vuelvo a hacer ahora-, lo hago consciente de que el “mercado” del que nos hablan nunca existió ni tiene ninguna posibilidad de existir.

El modelo “ideal” elucubrado por Walras, -tan alejado de la realidad-, tiene como corolario inevitable el ser  “ideal” para unos pocos, -los beneficiarios de la indescriptible concentración de riqueza y privilegios que mencioné mas arriba-, y definitivamente desastroso para la inmensa mayoría de la población.

Basta con mirar los resultados de treinta años de dominio sin contrapeso de las teorías de Walras, que en la vida cotidiana conocemos bajo la denominación de neoliberalismo.

Hasta la OCDE, ese organismo funcional a la irracionalidad, termina por convencerse y publicar, aunque algo edulcorada, la verdad:

Estos tres últimos decenios, la parte del ingreso nacional constituida por los salarios y elementos accesorios del salario, -la parte del trabajo-, ha disminuido en la casi totalidad de los países de la OCDE.” (Perspectives de l’Emploi de l’OCDE 2012” – http://www.oecd-ilibrary.org/employment/perspectives-de-l-emploi-de-l-ocde-2012_empl_outlook-2012-fr).

Es en el marco de esta economía que he llamado chamánica que se genera toda una literatura destinada a convencernos de que no hay alternativa. Usando y abusando de la irracionalidad descrita en estas breves líneas los “expertos” vienen a explicarnos lo que no conocen, con el único propósito de justificar lo que nos resulta insoportable. Quieren hacer de nosotros miembros del culto pagano de la “ciencia económica”, esa que no existe.

Quienquiera critica los resultados de la economía chamánica sin cuestionar su irracionalidad, ni su evidente papel de instrumento de manipulación, termina siendo funcional a sus propósitos. Lamentar la desastrosa concentración de la riqueza, o el miserable nivel del salario mínimo, en el marco de las teorías walrasianas, no hace sino consolidar su influencia y facilita la labor de sus propagandistas remunerados.

Todos ellos, economistas, ministros, “expertos”, mandatarios, diputados, senadores, grandes empresarios y banqueros, ofician de chamanes, es decir de sacerdotes de esta religión.

Entre ellos hay incluso quienes se creen el cuento, como en la iglesia. Pero como en la iglesia, son los menos. La inmensa mayoría son conscientes de manejar una herramienta, un arma de dominación.

http://www.elciudadano.cl/2012/07/13/54969/la-economia-chamanica/

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